Los inversores probablemente conservarán dos recuerdos principales de la evolución de los mercados en 2020. En primer lugar, el de una trayectoria caracterizada por un drástico vaivén: tras sucumbir al pánico durante un tiempo al ver cómo los Gobiernos disminuían brutalmente su actividad económica para atajar una pandemia que escapaba a su control, los mercados se fueron tranquilizando gradualmente al comprender que estas entradas voluntarias en terreno recesivo garantizaban la aplicación simultánea de medidas de apoyo monetario y presupuestario de una magnitud acorde, es decir, extraordinaria. En segundo lugar, los inversores recordarán la polarización extrema de las rentabilidades que se dio entre los sectores que se veían beneficiados por la crisis y aquellos a los que esta perjudicaba. Para desenvolverse adecuadamente en este año excepcional, era necesario gestionar el riesgo de mercado de manera activa y adoptar un enfoque sumamente disciplinado en el plano de la selección de títulos.
En la actualidad, la coyuntura política estadounidense es relativamente más clara, y en breve asistiremos a la distribución de vacunas eficaces a gran escala. Para los mercados, esta combinación permite contemplar la embriagadora perspectiva de un regreso a la normalidad en 2021 y conlleva, desde hace algunas semanas, al repunte de los sectores que más perjudicados se han visto durante los últimos ocho meses. Si bien esta reacción resulta comprensible, nos parece que esta vuelta a la normalidad podría resultar, paradójicamente, más compleja de lo que parece. Con todo, dicha complejidad no constituye necesariamente un lastre para la rentabilidad, sino más bien un llamamiento a la lucidez en este contexto de euforia colectiva.
En 2020, hemos asistido a una coordinación ejemplar entre el apoyo presupuestario excepcional de los Gobiernos y su contraparte en el plano monetario proporcionada por los bancos centrales. Ante la necesidad, el énfasis otorgado en el pasado a mantener un nivel mínimo de ortodoxia quedó temporalmente relegado al olvido. El regreso a una cierta normalidad generalizada planteará sin duda el interrogante de la trayectoria futura de las políticas públicas.
En el plano presupuestario, ya observamos en la Unión Europea que el modo de funcionamiento de las instituciones podría permitir a algunos miembros recalcitrantes —actualmente Hungría y Polonia— oponerse a una aplicación rápida del plan de reactivación europeo. En Estados Unidos, el grado de cooperación que el próximo Gobierno de Joe Biden podrá obtener del Senado resulta toda una incógnita a día de hoy. Cierto es que sigue siendo técnicamente posible que el Partido Demócrata obtenga la mayoría en el Senado —lo que se decidirá cuando tenga lugar una segunda vuelta en el Estado de Georgia el próximo 5 de enero—, pero la hipótesis inversa resulta, como mínimo, igual de probable y se traduciría en una mayoría del Partido Republicano que bloquearía sistemáticamente los principales aspectos de los proyectos de gasto público, como sucedió en 2010/2011 durante el mandato de Barack Obama.
La reactivación económica, por muy espectacular que sea, tardará mucho en subsanar los estragos que ha sufrido la economía en 2020
Más allá de esta singular falta de visibilidad, difícilmente puede ignorarse el riesgo de que, ante la disipación de las circunstancias excepcionales, los partidarios históricos de la templanza presupuestaria esgriman de nuevo sus argumentos. Si bien resulta legítimo prever que una solución para la pandemia en forma de vacuna repercutirá de forma sumamente positiva sobre la confianza, la movilidad y el consumo, la reducción de los estímulos económicos de los poderes públicos ejercerá sin lugar a dudas el efecto contrario. Por consiguiente, en un contexto donde el peso del endeudamiento y del subempleo a escala mundial ha vuelto a acentuarse, consideramos que los mercados, al dar rienda suelta a su entusiasmo y aplaudir el regreso a la normalidad, actualmente apenas están prestando atención a los lastres para el crecimiento, que siguen estando muy presentes. La reactivación económica, por muy espectacular que sea, aunque solo sea por el efecto de base, tardará mucho en subsanar los estragos que ha sufrido en 2020 la economía mundial, que ya mostraba un anémico crecimiento estructural. Aunque bien es cierto que cabe la posibilidad de que un día el desenfreno monetario generalizado termine por promover un drástico resurgimiento de la inflación, por el momento consideramos que el esperado repunte no deberá confundirse con un cambio de tendencia. La destrucción no se traducirá en creación de forma inmediata, si es que lo llega a hacer.
Por ello, en el seno de nuestras carteras de renta variable, no renunciamos a nuestro sesgo a favor de los valores de crecimiento de calidad, incluso si nos complace que los títulos sensibles a la reapertura de la economía —que llevaban meses esperando su hora—puedan al fin contribuir a la rentabilidad.
Resulta interesante observar que, incluso en la hipótesis de un statu quo presupuestario, una de las cicatrices de la conmoción económica de 2020 se materializará en forma de necesidades de financiación considerables por parte de unos Gobiernos que presentan unos abultados déficits y que seguirán sin poder renunciar al marcado apoyo de los bancos centrales. El respaldo incondicional de estos últimos debería permitir evitar tensiones demasiado significativas en los mercados de renta fija que resultarían perjudiciales para la hacienda pública de la mayoría de los países.
Con todo, en el segmento de la renta fija, mantenemos nuestra preferencia por centrarnos en la deuda corporativa, cuando esta clase de activos ofrece rendimientos suficientes y fiables. No obstante, este compromiso ilimitado de los bancos centrales planteará tarde o temprano la pregunta del valor intrínseco de la masa monetaria creada de este modo y cuyo único propósito radica en la financiación de los déficits. En concreto, creemos que el dólar resulta actualmente vulnerable a esta perspectiva. Por el contrario, una depreciación de la divisa estadounidense constituiría una mejora de las condiciones financieras para los países que se financian y comercian en dólares, a la vanguardia de los cuales se sitúan las economías emergentes. Este beneficio se sumaría, al menos para la esfera de influencia china, a la doble ventaja que conlleva una gestión eficaz de la crisis sanitaria que permite reactivar más rápido las economías y una posición encomiable en numerosos segmentos de la esfera tecnológica, incluido el de las energías alternativas (sobre todo en el ámbito de los vehículos eléctricos).
La esfera emergente presenta la doble ventaja de una reactivación económica más rápida y de una posición encomiable en los sectores de crecimiento
También consideramos que la posibilidad de una depreciación del dólar y, tal vez, de otras monedas que afrontan los mismos retos, justificaría que el precio del oro retomase su trayectoria alcista durante 2021.
A modo de conclusión, cabe afirmar que el hecho de dejar atrás la «anomalía» que ha constituido 2020 justifica que la valoración de los sectores excesivamente perjudicados durante la crisis se normalice con rapidez. Con todo, más allá de este ajuste, debemos tener presente que la capacidad de las empresas para generar beneficios a largo plazo sigue siendo el factor decisivo de la rentabilidad bursátil. Sin embargo, como mencionamos en nuestra Carmignac’s note del pasado octubre («Qué cambiará 2020»), en un contexto de tipos de interés que permanecen en niveles sumamente reducidos, de actividad mundial todavía limitada y de desequilibrios macroeconómicos acentuados, este crecimiento continuará siendo estructuralmente escaso y endeble. Por ello, la estructuración de nuestras carteras globales se sigue cimentando en cuatro pilares «antifrágiles»: las acciones de empresas con visibilidad sobre su crecimiento, China y su zona de influencia, los actores que se ven beneficiados por la transición energética y, por último, las minas de oro.
Fuente: Carmignac, Bloomberg, a 30/11/2020